Estudiante de Latín y Griego por múltiples razones, se topó con el Partenón, Atenas, el aroma del olivo y el crujido seco del laurel que marcaba el destino de los hombres. También la luz melocotón sobre los tejados de Roma, un atardecer rojizo en Sunión y el eco de una lengua ya muerta que una vez dio forma a la nuestra. Aprendió clásicos en un mundo sin internet, guiándose por los textos que su padre, ajeno al rumbo que tomaba, dejaba al alcance en el asiento de atrás de su coche rojo. Allí estaban el anfiteatro, Epidauro, el Coliseo, y sobre todo el Partenón, magnífico contra el cielo azul de la mañana. Comprendió los verbos, la fonética y la sintaxis. Analizó la literatura y la permanencia de los mitos.
En su cuarto, como promesa, seguía pegada la foto del Partenón. Hay sueños que deben cumplirse y otros que solo sirven como guía para perderse en cantos de sirena, sin alcanzarlos. Distinguirlos es difícil. Él no fue capaz. Por eso, en cuanto pudo, viajó a Grecia. Era agosto, una ola de calor y, aunque el viaje no estaba organizado, parecía el paraíso para quienes viajaban de esa manera. Y lo peor, ya no tenía dieciocho años.
El cielo era como se lo imaginaba, los olivos llegaban hasta el borde del mar y en el templo de Apolo las hojas de laurel aún volaban. Pero la ciudad era ruidosa y sucia; los trayectos, lentos y llenos de curvas, y Olimpia perdía parte de su encanto al mediodía en agosto. Más tarde era imposible avanzar entre los turistas y los guías con carteles en alto. Vimos el Partenón a las ocho de la mañana, y también durante la siesta. Era inútil detenerse a contemplar algo. La multitud te arrasaba.
Huele a bronceador, a calor humano, a tarde cansina de domingo. Regresaron del viaje cambiados o, al menos, cansados y sin brillo. La foto del Partenón seguía en su cuarto. Tal vez recordaba que hay sueños que no se deben cumplir, o que el mejor viaje es aquel que no se emprende nunca o se hace con los ojos cerrados. En él existe un Partenón que se destaca inalterable bajo la luz de la mañana. Y las hojas de laurel revolotean sobre Delfos, al alcance de una joven de dieciocho años que creía que el mundo se parecía a los libros, que los sueños se cumplen y que la escritura tenía el poder de realizarlos, un destino que la esperaba desde siempre, desde el asiento de atrás del seiscientos rojo de su padre, quien nunca la llevó a Grecia, pero trazó los mapas que guiaron su vida.