Un conocido encontró hace años a una perra abandonada en un vertedero. No era ya un cachorro, pero tampoco plenamente adulta; estaba sucia, asustada, desnutrida y cubierta de pulgas y garrapatas, que encontraron en su cuerpo esquelético un refugio para alimentarse. Su dueño, una persona de buen corazón con un humor peculiar y una visión algo trágica de la vida, le dio el nombre Patiràs, que en valenciano y catalán significa “sufrirás”. Y, en un giro irónico que pareció anticipar su destino, ese rescate marcó el inicio de una vida finalmente pacífica para la perra. Bajo su cuidado, recibió desparasitación y una adopción cariñosa. Patiràs encontró en ese hogar un refugio estable y una gratitud constante que acompañó sus días hasta el final de su vida, sin escasez de afecto ni reconocimiento.
Al contrario de lo que suele ocurrir entre las personas, aquella perra jamás consideró el placer como una rutina. Quienes conviven con una mascota saben que no hay premio más grande que ver a un perro disfrutar de una golosina o de un paseo, gestos que, por humildes que parezcan, se convierten en rituales de alegría compartida. Cada vez que ese gesto se repite, se desata una fiesta de cuatro patas, un murmullo de júbilo que se replica cuantas veces el animal percibe esos gestos como la máxima expresión de comunión con su amigo. Los perros son seres inteligentes. No entienden la alegría como algo meramente repetible; la valoran, la buscan, y saben que mostrar indiferencia ante el cariño podría despertar la posibilidad de perderlo. Se anticipan a la amenaza que encierra el vacío: el miedo a la soledad, el temor a la ausencia de afecto, el silencio que llega cuando la casa se vacía de esa presencia fiel. El nombre Patiràs resuena como una advertencia frente a esa posibilidad.
El peligro de permitir que el placer se convierta en hábito radica precisamente en la desvalorización de su valor. Tal vez ya sea tarde para cambiar esa sensación. Lo mismo ocurre con la intimidad, la buena comida o una racha de victorias deportivas que se repiten una y otra vez. Se sacia el deleite de la gloria como quien se empacha de un postre tras otro. Hace semanas, un colega celebró el triunfo de su equipo en una liga. Ante esa alegría, tan esperada y repetida, se afirmó que ya no sabíamos disfrutar de esa felicidad efímera, que otros clubes regalan a sus aficionados con paciencia y sorpresa. Y, en ese síntoma, hubo verdad. “Síndrome de Nacho Vidal”, lo llamó; una observación que sugiere que la repetición puede apagar la chispa. Con el tiempo, esas palabras encajan a la perfección con la experiencia de quien vive la vida como una secuencia de episodios previsibles.
Cuando, semanas después, ese mismo equipo se alzó con la corona europea, la sensación de euforia pareció menguar en algunos aficionados. Parecía que la celebración, antes intensa y desbordante, se había convertido en una escena de rutina; que aquello dejaba de ser un hito extraordinario para convertirse en un modesto cierre de capítulo. Sin embargo, la marea colectiva de júbilo rompió esa sospecha: la celebración fue amplia y sostenida, una prueba de que, incluso cuando el placer amenaza con asentarse, la respuesta de la gente puede volver a encender la chispa. Quedó claro que el “síndrome” descrito no era una ley inmutable, sino una dinámica que puede ser superada por la memoria del significado que acompaña a cada logro, incluso los repetidos.
Más allá de la idea de la anhedonía, ese término usado por psicólogos para describir la incapacidad de disfrutar vinculada a la depresión, no hay una palabra que capture con precisión la frialdad ante las buenas noticias que se repiten. Hace poco se descubrió un reportaje sobre una empresa de juguetes sexuales que emplea a probadores profesionales en todo el mundo. Ponen cifras: hasta 1.300 euros mensuales y una plantilla de 17.000 evaluadores. Se les llama Masturbateam. Una de las probadoras, con una década de experiencia, admite que, al igual que quien trabaja en una oficina no siempre quiere asistir a una reunión, ella no siempre tiene ganas de probar un nuevo juguete; su eficacia se mide por su capacidad para llegar al clímax. Aun así, señala con una dosis de resignación que deben pagar las facturas. Es el mismo fenómeno: la necesidad de sostener el beneficio cotidiano, aunque el deseo pueda menguar. Al mismo tiempo, ese aficionado al fútbol que celebra la victoria repetida entiende también el riesgo de convertir el placer en rutina, como aquella perra abandonada que encontró refugio y que siempre dio las gracias. Este título, Sufrirás, recuerda esa tensión y la convicción de que el dolor o la intriga pueden permanecer latentes en medio de una vida de gratitud.
Después, semanas más tarde, cuando el mismo equipo se proclamó campeón de Europa, algunas señales sugerían que la euforia no era tan desbordante como en otras ocasiones. Parecía que el evento se convertía en un motivo más dentro de la rutina diaria, que el orgullo se quedaba corto ante la magnitud de la hazaña. La masiva y sostenida celebración popular desmintió esa sensación; superó la idea de un desgaste emocional y mostró que la alegría puede mantenerse viva incluso cuando parece que la costumbre la comprime. El síndrome de Nacho Vidal, visto como una crítica a la repetición, quedó relegado ante la verdad de que la felicidad puede renovarse, día a día, gracias a la memoria de cada logro y al afecto compartido.
Más allá de las reflexiones sobre la anhedonía, y sin pretender definir una patología, se percibe una frialdad que desafía la emoción ante las noticias repetidas. En un mundo donde la gratificación instantánea tiende a normalizarse, este fenómeno invita a detenerse y recordar el peso de cada instante que nace de la esperanza y del esfuerzo. En una época en que la vida de las cosas parece moverse a un ritmo vertiginoso, la memoria de una perra rescatada que encontró un hogar deja una lección: el valor de un gesto, la fidelidad de la compañía, y la posibilidad de convertir la ordinaryidad en una experiencia que no se da por sentada. Este relato, a la vez sencillo y profundo, sugiere que la verdadera alegría no se encuentra en la repetición desbordante, sino en la atención continua que damos a lo que nos nutre y nos devuelve la humanidad en cada encuentro.