De vez en cuando surge una fascinación instantánea por el personaje de una película o de un libro, y la emoción persiste mientras se avanza en la historia. A veces ocurre lo mismo en un concierto: no es el cantante quien provoca ese flechazo, sino la mirada de alguien entre el público que, en lugar de fijarse en quien brilla en el escenario, se pierde en la persona que está junto a la multitud. Es curioso descubrir cómo una imagen, una emoción compartida durante una canción, puede hacer que uno imagine cómo sería que alguien te mire con esa intensidad, cómo se siente cantar cada verso junto a esa otra persona. No es una ilusión; es la posibilidad de vivir un instante como si fuera eterno, aunque sea breve.
La experiencia reciente ocurrió en Zaragoza, en la Romareda. Bunbury estaba de nuevo en casa diecisiete años después, dejando claro que la conexión con la música no tiene fecha de caducidad. Quién sería la persona de quien todos hablan en la grada, cuál es su oficio cuando no canta a gritos las canciones que forman el repertorio de Entre dos tierras, y cuál es su asiento exacto no importa tanto como la imagen de esas butacas que vieron pasar momentos felices. Escribirse estas cosas parece una manera de preservar en la memoria lo que de verdad importa, evitando que la mente, en el lecho final, sólo enumere números y letras sin rostro humano. Que no se piense que la memoria es un mapa de lugares; es la sensación de la multitud alrededor, la sensación de pertenencia a un momento compartido que rodea como un halo de felicidad.
Entre las experiencias que la memoria repite con más frecuencia se cuenta la de alguien enamorándose en la misma grada de un concierto de Michael Jackson en 1996, o del adiós de una banda en 1991. También se cita el magnetismo de Sting, Metallica o Tina Turner. Es difícil saber cuánto hay de verdad en la idea de que el amor está en el aire, aunque en la atmósfera de los recintos musicales se percibe un pulso verdadero. En esas escenas, la emoción puede asemejarse a un viaje: la sensación de ascenso durante un verano, la emoción que sube por la boca del estómago al alcanzar una cima, o la experiencia de sumergirse en un lugar nuevo con la anticipación de lo que está por venir.
En los cuadernos de viaje de los mochileros se les llamaba en California un mal de la montaña, un mal que aparece con la altura y que afecta a los jóvenes trotamundos que recorren Yosemite o la Avenida de los Gigantes en los bosques de secuoyas. En el terreno de los conciertos, ese mal se manifiesta como cantar a todo pulmón en perfecta sincronía, descubriendo en la mirada de alguien el brillo propio de la ilusión. Y entonces, creer que los acordes pueden expandirse más allá de la canción, tal vez para durar toda la vida. No es mentira; hay amores que nacen para durar apenas un instante y, aun así, dejan una huella indeleble.
Recientemente, no fue una extraña cualquiera quien traspasó ese umbral, sino la experiencia compartida por amigas que se encontraban en la misma grada. Cada una con su propio motivo, cada una convencida de que aquel era, con toda certeza, el más atractivo de la sección. A veces una canción que parece hecha para dos consigue devolver a alguien a otros amores, a esa banda sonora que acompaña desde la infancia. En ese caso particular, ver llegar a quien era padre de una niña pequeña, sostener su mano y bailar juntos hizo surgir recuerdos de la infancia propia: la curiosidad de saber qué canción le gusta a la otra y qué sueña ser cuando sea mayor. Se imaginó a esa niña, ya adulta, cantando a pleno pulmón en un escenario; sería inevitable enamorarse de nuevo, para salvarse, aunque el momento sea solamente un concierto.
En el fondo, esos enamoramientos no dependen tanto del personaje, del cantante ni de la belleza de la grada, sino de la propia persona que observa. Cuando la emoción llega con la certeza de que merece la felicidad, es porque la experiencia invita a exponerse, a mostrarse vulnerable ante la posibilidad de ser feliz. Los amores pueden desvanecerse, pero no importa, porque el propósito último de estos momentos efímeros no es la eternidad sino rellenar huecos en la memoria.
Se hizo lo de siempre: escribir para los seres más cercanos, igual que se cruza la ruta de los bosques de secuoyas para llegar al Ebro, dejando constancia de lo vivido para los hijos. Contarles que se les quiere, que se sienten orgullosos, y que su presencia ilumina la vida, para luego volver entre amigas, las que suelen ser las más brillantes de la grada. En el fondo, esas palabras se vuelven un tesoro que no necesita ser explicado, basta con sentirse afortunado de haber compartido, aunque sea por un instante, una emoción tan humana y tan poderosa.
Porque se sabe agradecer, a pesar de lo vivido. Porque, con el tiempo, cada experiencia parece formar parte de una historia mayor, la de la vida que continúa. Y porque el amor que llega sin buscarse también llega para quedarse, aunque la forma que tome tenga un final definido. Porque quien encontró el amor no lo buscaba con afán; lo descubrió en medio de lo cotidiano, en la complicidad de una mirada, en la risa de una niña que sostiene la mano de su padre, en la música que acompaña cada recuerdo. Estas experiencias quedan, no para durar siempre, sino para alimentar la memoria y abrir la posibilidad de volver a empezar.
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