Reflexiones sobre las estaciones y la actitud de verano

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Entre las hipótesis que suelen rondar la mente, hay una que quizá explique muchas cosas: existimos como criaturas influidas por las estaciones. Gente de primavera, de verano, de otoño o de invierno, según las preferencias y, a veces, también por temperamento. Porque alguien puede sentirse estival por vocación y, sin embargo, llevar un espíritu invernal. Es posible ser entusiasta de la primavera y, a la vez, poseer un carácter otoñal melancólico. Qué duda cabe: cada persona puede encarnar varios matices al mismo tiempo, una mezcla de impulso y reserva, de excitación y cansancio. En esencia, se trata de una experiencia compleja que muchos reconocen sin necesidad de explicarla demasiado.

Quien observe a sí mismo con honestidad podría definirse como un ser otoñoestival, o como una persona veraniotoñal, una fusión de arrebato y Mediterráneo silencio, de fuerzas que piden descanso y de impulsos que exigen acción. En esa diversidad de estados, la temperatura se convierte en un dato que acompaña más que un simple clima: es una forma de sentir el mundo. Hay quien se siente más cómodo ante las temperaturas suaves, pero cuando la conciencia se activa, el verano se revela como una actitud, una predisposición a una ociosidad productiva que puede convertirse en la base de las actividades del cuerpo y de la mente. Es ahí donde nace la energía que sostiene proyectos, ideas y esfuerzos diarios. (Fuente: reflexión contemporánea sobre la temporada como estado interior).

En esa misma línea, se advierte que la experiencia del tiempo se percibe de dos maneras distintas pero entrelazadas. Por un lado, el tiempo lineal, que avanza hacia un final inevitable. Por otro, el tiempo cíclico de las estaciones, que sugiere un retorno constante, un ciclo que invita a entender la vida como un recorrido repetitivo y, a veces, reconfortante o inquietante. Las estaciones ejercen una influencia real: inspiran estados de ánimo, condicionan decisiones y, en definitiva, condicionan nuestra percepción de la realidad. Y no es extraño que uno se identifique con un animal de estación, un compañero que acompaña y acompasado por la propia mirada. (Cita: observación poética sobre la relación entre ser y temporada).

El verano, si no se entiende como actitud, pierde su sentido; no alcanza a ser verano si no implica una predisposición particular. El viaje, la playa, las montañas, los libros audaces que otros no se atreverían a leer, las noches extendidas y la ropa veraniega que a veces sirve de ornamento, son solo consecuencias más o menos deseadas de una forma de vivir que podría llamarse «de pies descalzos». Descalzarse equivale a lanzarse como aventurero. Veranear es quitarse los zapatos y sentir cómo el mundo se cuela por las plantas de los pies, dejando una huella indeleble en la percepción del tiempo. Descalzos, con el cuerpo en pie firme, cada persona se convierte en la principal arquitecta de su propia vida. El tiempo laboral, que exige un encadenamiento de calcetines y cordones, presenta su nudo gordiano, ese obstáculo que a veces se evita cortar. (Paralelismo entre libertad estival y límites prácticos de la vida cotidiana).

En uno de sus poemas más celebrados, Los veranos, la voz adulta de Francisco Brines evocaba con fervor un verano de juventud. Los protagonistas, desnudos junto a un mar que también permanecía desnudo, experimentaban la más hermosa posesión del tiempo. Es, al mismo tiempo, una gran imagen poética y una especie de alquimia: el verano se manifiesta como una posibilidad de apropiarse de la temporalidad de una manera renovada, a partir de pie desnudo. (Referencia literaria: Brines, Los veranos).

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