Joseph Haydn y Mozart: sinfonías y conciertos para violín

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Joseph Haydn

Robrau, Baja Austria, 1732 – Vienna, 1809

Sinfonía n. 6 en Sol mayor, Le matin

Haydn, conocido por impulsar el cuarteto de cuerda y considerado a veces el padre de la sinfonía, dedicó casi cuatro décadas a este género entre 1759 y 1795. En 1907 se catalogaron ciento cuatro sinfonías, a las que más tarde se añadieron dos partituras de juventud. Las sinfonías escritas antes de 1760, cuando el maestro estaba al servicio del conde Morzin, muestran una concisión notable. A partir de 1761, en la casa de los Eszterhazy, la sinfonía se convirtió en la principal voz de Haydn y alcanzó gran éxito con tres obras maestras: la sexta, La mañana; la séptima, El mediodía; y la octava, La Noche. Estas tres sinfonías comparten la presencia constante de solistas, lo que las acerca a los antiguos concerti grossi. La sexta, La mañana, compuesta en 1761, es la más colorida de las tres. Su introducción de seis compases evoca un amanecer, seguido de un Allegro en forma de sonata donde la flauta presenta el tema y la trompa lo reexpone antes de retornar a la flauta. En el movimiento lento, un Adagio para cuerda rodea un Andante con solos de violín y violonchelo. El Minuetto, de estilo francés, está dominado por la flauta, y el Trío propone un diálogo entre fagot y contrabajo por un lado y fagot y violonchelo por el otro. El Allegro final es altamente concertante, con la presencia de flauta, violín y violonchelo.

Sinfonía n. 7 en Do mayor, Le midi

En el primer movimiento, El mediodía, coexisten pasado y futuro. La introducción Adagio propone una solemnidad que recuerda a la vieja obertura francesa, mientras la presencia de solistas, el ritmo marcial y el entramado contrapuntístico del Allegro revelan una impronta barroca. Los contrastes temáticos clásicos se hacen más evidentes que en La mañana, especialmente en el Recitativo Adagio con violín solo, que parece una escena operística sin palabras, según el musicólogo Marc Vignal. La serenidad del Adagio, tras la entrada de las dos flautas, se mantiene hasta la cadencia final, que es un diálogo entre violín y violonchelo, y conduce al Minuetto donde el Trío propone un intercambio entre trompas y contrabajo. En el Allegro de cierre se entrelazan las sonoridades de la flauta y el oboe antes de concluir con una breve fanfarria.

Wolfgang Amadeus Mozart

Salzburgo, 1756 – Viena, 1791

Concierto para violín n. 5 en La mayor K 219

Mozart escribió cinco conciertos para violín entre abril y diciembre de 1775. Aunque destacaba como pianista, su padre Leopoldo le proporcionó una formación violínica sólida. En estos conciertos, Mozart se ajusta al gusto de la época y al estilo galante influido por Francia, a la vez que rompe moldes. A los 19 años, Mozart entrega estas cinco obras, de las que hoy se escuchan dos interpretadas por Janine Jansen, reconocida por su maestría. Estas obras concertantes siguen un esquema de tres movimientos: el primero en sonata o forma de romance, el segundo en un movimiento de estilo lento y el tercero en rondó, en línea con el modelo italiano de Antonio Vivaldi.

El concierto para violín número 5, en La mayor, se fechó el 20 de diciembre de 1775. Es considerado el más personal, atractivo y perfecto de toda la serie, donde Mozart introduce sorpresas dentro de las formas canónicas y crea una sensación de fluidez continua. El primer movimiento se mantiene fiel al esquema sonata, con exposición doble de temas: primero por la orquesta y después por el solista.

Concierto para violín n. 3 en Sol mayor K 216, Strassburg

En una carta a su padre Leopoldo, escrita en octubre de 1777, Mozart comenta una velada en la que tocó varios conciertos para violín y orquesta. Describe haber tocado el Concierto de Estrasburgo durante la cena, y que recibió elogios por su timbre puro y encantador. Este Concierto n. 3, fechado el 12 de septiembre de 1775, es el primero de cinco que compuso en poco tiempo, revelando una factura más elaborada sin perder la esencia del estilo galante y la influencia francesa. En esta obra, Mozart otorga mayor importancia a la orquesta durante las intervenciones del solista, llegando a un verdadero diálogo y diversificando el papel de los instrumentos para dar un carácter más contrastado y mayor profundidad. Es la prueba de que el galante no es una limitación, sino un marco para una imaginación sorprendente.

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