El juego de estafas políticas y pactos incumplidos en el panorama actual

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El ardid del estafador político es ampliamente reconocido. Se apoya en un aluvión de palabras, en sonrisas ensayadas, en gestos de camaradería y en cercanías aparentes, mientras que bajo la mesa no hay nada sólido que sostenga un compromiso. Se exhibe una foto de equipo, se repiten promesas, se elevan las expectativas con un tono seguro, y muy a menudo se deja ver que la verdadera prueba no es la palabra, sino la acción. Aun así, no deja de sorprender cómo un truco viejo siga funcionando. En política, sacar a relucir la lealtad con una camisa abierta, renegociar principios en una ronda de compromisos y evitar la firma de un acuerdo se ha vuelto parte del paisaje cotidiano. Con frecuencia hay una simulación entre quien es estafado y quien parece estafador, porque la fuerza de la realpolitik puede eclipsar las buenas intenciones del pacto. En ese escenario, algunos partidos deciden mirar hacia otro lado para no encender disputas internas. El caso de ERC junto al PSOE, a lo largo de años, ilustra esa dinámica: los compromisos aparentes quedan sin materializar, y aun así la coalición permanece intacta. Y en esa contradicción muchos señalan la raíz de varias derrotas electorales recientes. El abrazo del oso, sostenido por promesas huecas, tiende a sofocar cualquier impulso de cambio.

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Pero, aparte de la amnistía, los grandes acuerdos suscritos durante visitas a Bruselas y a Ginebra entre Junts y el PSOE no han prosperado, más allá de la compañía que acompaña a Santos Cerdán, cuyo papel parece tener más continente que contenido. La lista de asuntos pendientes es larga: la defensa de un catalanismo en Europa que se halla soterrado por excusas de mal pagador; la transferencia de competencias en materia de inmigración que no se concreta; la ejecución presupuestaria íntegra que parece un chiste cuando se llega a su revisión; y así, hasta llegar al último proyecto sobre alquileres temporales, cuyo redactado no permitía enmiendas y pretendía invadir competencias sin resolver nada real. Sin embargo, acostumbrados a la buena vida de otras alianzas que perdonaban todo, la parte socialista debía creer que Junts tragaba los sapos una y otra vez para evitar la etiqueta de insolidarios. Después, cuando la derrota se hizo evidente, Santos Cerdán viajaba a Ginebra para cerrar heridas, reforzando su papel de cebo, mientras Bolaños hacía de bastón. El PSOE, con una fachada de víctima paciente ante un grupo que parece irreductible, recibe la cobertura de la prensa amiga. Es fácil ver cómo el estafado termina siendo señalado como culpable y el estafador queda libre de un escrutinio claro.

La cuestión central es simple. Puigdemont dejó claro que el acuerdo de investidura no ata compromisos indefinidos. Turull advirtió que no se dejaría enredar, y Nogueras dejó constancia de que su prioridad es defender los intereses de Catalunya por encima de alianzas que carecieran de sustento ideológico. No todos declararon estar ligados a la agenda de los socialistas, y esa lectura se mantiene como eje de la duda entre las partes. En esa lógica, Junts parece consciente de sus límites, y la desconfianza mutua se conserva como un factor determinante en cualquier negociación futura. Nadie quiere llegar al Congreso y encontrarse con nuevos tropiezos. El viejo manual del estafador ha perdido eficacia para ganar tiempo y, con ello, la paciencia de quienes observan cada movimiento de la arena política.

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