Siempre he tenido la sensación de llegar con retraso a mi tiempo, como quien aparece en una fiesta cuando los músicos están tocando la última canción y nada más quedan en las bandejas botellas vacías, vasos derribados y un par de torpes borrachos bailando entre los charcos. En realidad, creo que solo he llegado puntual a mis combates y demasiado pronto a mis derrotas, a mis consecutivas catástrofes y a mis pesares. Siempre tuve la aciaga sensación de que no estoy transitando mi tiempo, de que por un terrible error de cálculo, o por desdicha, estaba llegando tarde a mi vida.
Ahora, desde hace algunos años, algunas informaciones vienen de tanto en tanto a despertar esa angustia que me embarga y a confirmar la certeza de que todo eso es cierto, de que no es fruto de mi inagotable capacidad para el pesimismo. Esta madrugada lenta, de calor pesado y denso, en la que ni los pájaros han querido cantar al sol porque le temen, acabo de leer por ahí, por las hojas volanderas de los periódicos, que con una simple inyección al mes unos científicos -entre ellos algunos españoles- han conseguido alargar en un veinticinco por ciento la vida de unos ratones, lo que vendría en principio, si la cosa es extrapolable a nosotros, a elevar la esperanza de vida de los seres humanos de los ochenta y tres años actuales a los ciento cuatro, veintiún años más de prórroga, que no es poca cosa. Pero sobre todo este experimento abre las puertas a la inmortalidad, esa vieja búsqueda de la humanidad.
De esto se viene hablando desde hace ya algún tiempo, y parece cosa ya segura que no tardaremos mucho en ser inmortales. Fue hace algunos años cuando me estremecía al leer este titular: «Ya ha nacido la persona que no morirá». Aquello me dio que pensar y, pese a mi torpeza con los números, eché unas cuentas para acabar percatándome de que, probablemente, mi generación acaso iba a tener el dudoso honor de ser la última que muriera, lo que no deja de ser una broma muy pesada.
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Lo dije en un poema ya antiguo pero contemporáneo aún: «Dentro de poco nadie morirá. La vida será un estado continuo de juventud cebada por pastillas, ha dicho el periódico de la mañana. Alguno, dentro de no mucho, pasará a la historia por ser el último hombre fallecido, el tipo sin suerte que llegó un segundo tarde a lo eterno o un segundo pronto a la nada, quién sabe de qué lado computarán el caso, de qué opinión será quien diga, en íntimo responso, ‘que la tierra te sea leve’, y herede su reloj».
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