La librería ambulante: una novela de carretera y lectura que regala felicidad

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Días de lectura tras días en los que los personajes parecían arrastrar una tristeza constante, sin hallar la dicha ni siquiera al final de la acción, cuando sus creadores parecían empeñados en mostrar un mundo sin felicidad. En una conversación por redes, una comunidad de lectores preguntó por una novela cuyo eje fuera la alegría. A una recomendación casi inmediata respondió un amigo: «Lee La librería ambulante». No conocía la novela, pero sí suele valer la pena seguir a quien sabe, así que se buscó, se compró, se leyó y, sin dudarlo, se afirmó que aquella sugerencia fue una apuesta acertadísima.

La librería ambulante (1917; Periférica, 2012) abre con una nota del propio autor, que admite que el libro que presenta es fiel testimonio de lo que la protagonista, Helen McGuill, le contó directamente. Así, la narradora de la historia se revela como la inconfundible voz de la mujer. Se presenta a una granjera madura, ama de casa, soltera y con una vida sencilla, que convive con su hermano, quien ha logrado publicar un libro de gran éxito. Desde ese inicio se percibe un estilo cercano, caracterizado por frases claras y ordenadas, fruto de observaciones precisas de lo cotidiano, a las que se añade una interpretación certera de la propia existencia. Una sola acción se desenvuelve en una línea temporal que se despliega en quince secuencias de extensión similar, acompañada por un tono realista donde el humor ocupa un lugar central: «Me preocupaba más el ritmo de las gallinas que el de los sonetos» (p.11); «El arte de hacer pan es un misterio tan trascendental como el arte de hacer sonetos» (p.67).

El escenario es Nueva Inglaterra en la década de 1920, en un entorno rural habitado por personas simples con deseos básicos pero profundos de felicidad. La vida cotidiana se entiende como vivir el día a día y deleitarse en las pequeñas cosas, siempre significativas. Por ello, la protagonista, harta de su hermano, decide embarcarse en la venta ambulante de libros mediante la adquisición de un carromato llamado Parnaso, cuya misión es recorrer granjas y vender libros. Con esa compra y la compañía del anterior dueño, el señor Mifflin, un lector apasionado, sabio y casi un filósofo, se va descubriendo el poder de la literatura en la vida de las personas. Y, sobre todo, se desvela el amor.

Christopher Morley fue un periodista, reportero y columnista que escribió novelas de gran popularidad y que, con el tiempo, ha sido considerado un autor de culto. Quizá su secreto radique en presentar, de forma simple y algo naíf, las historias de gente rural y en dotar a las acciones, a los paisajes y a los personajes de una idealización en la que lo negativo siempre queda superado por lo positivo. Así, la literatura se convierte en una herramienta clave, tanto para el avance de una nación como para el desarrollo personal: «Quien haga leer a la gente del campo cosas que valgan la pena prestará un gran servicio a la nación» (p.45); «Cuanto más se internan en el campo, menos y peores libros se encuentran» (p.80); «Ninguna criatura en la tierra tiene derecho a llamarse humano si no posee un buen libro» (p.63). Así, la señorita McGuill, con su carromato, se convierte en el eje de una novela de carretera, de granja a granja y de pueblo en pueblo durante unos días. En cada parada, en cada venta, se presentan personajes singulares, sus historias y fragmentos de vida, y, sobre todo, la forma en que la literatura los transforma en mejores personas.

¿Por qué leer esta novela? Porque su lectura es directa y honesta, porque transporta a mundos donde el alma humana tiende a la bondad, y porque su final encaja con toda la peripecia, con un poder evocador que se percibe a lo largo de la narración. Es, en definitiva, un remanso de tranquilidad para llevar a casa.

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