Están estupendas. O estupendos. Irresistibles. Envidiables. Los adjetivos se suceden para esos cuerpos impactantes que se pasean por las alfombras rojas. Siluetas estilizadas, músculos marcados, vientres planos, papadas inexistentes, pechos arriba, glúteos firmes, pieles libres de manchas y arrugas… Se habla de cuerpos perfectos. Pero, cuando ese cuerpo suma décadas, ¿de qué perfección hablamos?
Dietas draconianas, extenuantes sesiones de ejercicio, un retoque estético y otro y uno más y, venga, este será el último. Una lucha contra un reloj que no se detiene y que, inevitablemente, acaba ganando la partida. Cuerpos aferrados a una juventud que hace mucho que desapareció y que nunca podrán competir con otro cuerpo realmente joven. ¿Competir? ¿Es ese el verbo apropiado? Probablemente. Competir en el lineal de lo deseable, seguir siendo un bien de consumo en plena vigencia, servible, atractivo. Se acepta un imposible como desafío y se deposita la fe en un ingente mercado de productos, dietas, cirugías y charlatanerías en busca del milagro.
Una sociedad obsesionada con la juventud no deja de estar atrapada en un momento efímero y, a la vez, condenada a una decepción personal que suele ser silenciada por el colectivo. Los Reyes Magos existen, y la juventud puede alargarse como un chicle. Pero la realidad se impone. Más pronto o más tarde. Y si llega después de librar una absurda batalla, la sensación de desengaño, ridículo y caducidad es aún más intensa. Los viejos no sirven, esa es la conclusión de tanto culto al cuerpo joven. Por ello la distancia social se va imponiendo. Se silencia su voz y se opaca su presencia. Solo vuelven a brillar en momentos de utilidad: cuando se busca su memoria o se admira su genética.
En la perturbadora película La sustancia, el personaje interpretado por Demi Moore es una actriz ya caducada para Hollywood. En un intento desesperado por mantener la fama, decide inyectarse una sustancia ilegal que le permite alumbrar una versión joven de sí misma, aún más bella, aún más magnética. El experimento solo puede funcionar si se mantiene un horario equilibrado entre un cuerpo y el otro. Pronto, la copia «mejorada» empieza a devorar el tiempo de la mujer original, a despreciarla, a maltratarla, hasta dejarla morir. Pero olvida que no hay vida sin ella. La película es una metáfora excesiva, visceral, incluso repulsiva, pero certera al desnudar el culto a la juventud y los denigrantes sacrificios que exige, así como los mecanismos de envidia y mezquindad que los engrasa.
La sociedad dicta una suerte de huida del cuerpo. O, más bien, de la realidad del cuerpo. La industria cultural nos presenta instantáneas de la juventud y exige su perdurabilidad. La disforia y el desprecio al propio cuerpo -a uno mismo- se extienden. Se vende como belleza y salud lo que solo es una obsesión inútil y perversa. El odio al cuerpo enriquece a una minoría y enferma a una mayoría. Con horror, observamos el paso del tiempo. El Saturno enloquecido de Goya sigue devorando a sus hijos.
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Source: Informacion

Dolores Johnson is a voice of reason at “Social Bites”. As an opinion writer, she provides her readers with insightful commentary on the most pressing issues of the day. With her well-informed perspectives and clear writing style, Dolores helps readers navigate the complex world of news and politics, providing a balanced and thoughtful view on the most important topics of the moment.