¿Se puede admirar la obra de un escritor y, a la vez, detestar profundamente a la persona? O, dicho de manera más pulcra, ¿se pueden rechazar sus opiniones y/o criticar su comportamiento personal y, al mismo tiempo, disfrutar de las grandes obras que ha dejado como legado? Se puede hacer y hay que hacerlo, porque la creación puede nacer en las mentes más ordenadas, o en las más caóticas, y en las vidas más ejemplares, o en las más cuestionables, independientemente de las ideas políticas y sociales que mantenga el creador.
El ejemplo más evidente de esta dualidad sería el escritor noruego y Premio Nobel Knut Hamsun, contemporáneo de Henrik Ibsen y del sueco August Strindberg, la tríada de oro de la literatura escandinava del siglo XX. Hamsun está considerado el autor más influyente del siglo XX, novelista de referencia de escritores como Máximo Gorki, André Gide, Franz Kafka, Ernest Hemingway o Thomas Mann, que lo llegó a considerar el heredero de Dostoyevski. Isaac Bashevis Singer dijo de él que era «el padre de la literatura moderna». Aun así, con la llegada del nazismo, fue defensor acérrimo del Tercer Reich, hasta el punto de enviar la medalla del Nobel como regalo a Joseph Goebbels para conseguir una audiencia con Hitler, que finalmente lo recibió en 1943, en plena segunda guerra mundial. No hace falta decir que al acabar la guerra recibió el odio generalizado, se hicieron hogueras públicas de sus libros en las calles de Noruega y se le perdonó in extremis la acusación de traición por el «deterioro de las facultades mentales». Sordo y ciego, acabó sus días arruinado y abandonado por todo el mundo. Y aun así, su novela Hambre es un monumento literario que traspasa fronteras y generaciones, «un pensamiento nuevo sobre la naturaleza del arte», tal como dijo de él Paul Auster en el prólogo de la versión catalana. Si me permiten la confidencia, es una novela que me sacudió profundamente.
Personalmente, esta dualidad entre creador y creación la he sufrido en tres grandes escritores que admiro literariamente: Josep Pla, Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa, que acaba de morir. Tuve la oportunidad de conocer fugazmente a los tres: a Pla en el mas de Llofriu, donde fui a visitarlo muy joven, gracias a la relación con mi familia; a Cela, en un acto a Madrid, donde pude conversar largamente; y a Vargas Llosa en el ascensor del hotel Palace de Madrid, donde tuve una fugaz y colorida discusión sobre Catalunya. En los tres casos recordé el famoso consejo de Gustave Flaubert en Madame Bovary: «No toques a tus ídolos. Siempre se desprende el oro». Pla era desagradable, maleducado, reaccionario y muy misógino, pero su obra completa decora mi biblioteca. Cela era grosero, malhablado, profundamente carca y nuevamente misógino, pero algunas de sus obras, como La colmena, son sencillamente extraordinarias. De Pla a Cela, ninguna complicidad, ninguna simpatía, ninguna proximidad por los hombres que fueron, pero un respeto profundo por las creaciones que nos legaron.
Lo mismo pasa -o me pasa- con Vargas Llosa, especialmente el de los últimos tiempos, alejado de aquel joven de los 70 que, de la mano de Carmen Balcells, la «superagente literaria 009» -según bautizo de Vázquez Montalban- vivió en Barcelona bien cerca de García Márquez. Todavía resuena el icónico encuentro con Cortázar, Donoso y el mismo García Márquez en el viejo restaurante «Les Fonts de l’Ocellet». Pero después desarrolló un odio acérrimo a la identidad catalana, y se convirtió en el altavoz del españolismo más agresivo. En materia política, defendió en muchos sentidos el puro ultrismo, también en su país de origen.
Y, aun así, sus opiniones ya no tienen ninguna importancia, convertidas en el humo del tiempo efímero del paso por la vida. Lo que queda de Vargas Llosa, lo que transciende, más allá de las opiniones, las miserias y los claroscuros de su biografía, son las obras que creó, monumentos literarios como Conversaciones en La Catedral, o La ciudad y los perros, -que le daría el Nobel-, o la maravillosa La fiesta del Chivo, o incluso el excelente ensayo García Márquez: historia de un deicidio. Un legado creativo de gran categoría literaria, capaz de escudriñar los abismos humanos y sacudir el alma del lector. El creador es efímero. La creación, cuando es excelsa, es eterna.
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Source: Informacion

Dolores Johnson is a voice of reason at “Social Bites”. As an opinion writer, she provides her readers with insightful commentary on the most pressing issues of the day. With her well-informed perspectives and clear writing style, Dolores helps readers navigate the complex world of news and politics, providing a balanced and thoughtful view on the most important topics of the moment.