Escribo desde un hotel inmenso en una isla no tan lejana, lleno de familias de vacaciones, un lugar donde es fácil perderse y donde estoy seguro de que hay niños que se extraviaron hace años y que sobrevivieron en la abundante floresta que crece entre los bungalós, como los soldados japoneses en Filipinas tras la guerra. Algún día, ya adultos, saldrán para dominar el mundo. Cordadas de niños todavía no perdidos invaden los restaurantes y las piscinas, como una especie endémica que ya no vemos en las ciudades. En éstas sólo se ven clases pasivas, conductores de Uber y jóvenes con el pelo cortado como Lamine Yamal. Veo la ya famosa serie Adolescencia, y es como si ya la hubiera visto, pues son innumerables los artículos y críticas -todas bastante acertadas- que se han escrito sobre ella. Adolescencia le quita a uno las ganas de procrear. En ella, grosso modo, se retrata a una familia británica de eso que allí llaman «working class», alejada del tópico de la desestructuración. Son padres amantísimos, propietarios de una casa que es un hogar, implicados en la educación de unos hijos a los que quieren ver medrar, padres laboriosos como los miembros de un falansterio, guiados por los valores sólidos del que se ha tenido que forjar su futuro, ideas que hablan de sacrificio y de urbanidad, de no hablar mal ni de hablarse mal, conscientes y alerta frente a los viejos peligros y dificultades que a ellos les tocó afrontar, pero totalmente ajenos a los nuevos. Padres que, de pronto, se encuentran en una situación completamente anómala, inesperada y desesperada, casi delirante. Padres de una clase social en extinción, que lo han hecho bien según todos los estándares antiguos y que una buena mañana viven, estupefactos, una pesadilla por culpa de su hijo Jamie, un chico guapo y listo de trece años acusado de un crimen. El caso queda resuelto en el primero de los cuatro episodios, pero nos deja -he ahí la clave de la serie- muchas preguntas sin responder, dudas profundas que se van multiplicando a medida que la película avanza. Ese es el objetivo perfectamente alcanzado por los realizadores del film: interrogantes descomunales planteados a través de una historia real -lo único real hoy en día son los hechos reales que describen las películas- sobre cómo estamos manejando la vida en común. Sobre el efecto perverso y multiplicador de las redes sociales. Sobre la absoluta banalización de la violencia, incluso de la muerte resultado de esa violencia. No en vano, la víctima del homicidio en torno al cual gira la serie desaparece del relato. Es sólo un nombre, una referencia femenina lejana y desconocida, mientras el director consigue, con maestría narrativa, que la detención de Jamie sea percibida como una afrenta mayor a nuestra atrofiada hipersensibilidad social que el crimen en sí. Pero la película no habla solo de un crimen. Habla de un fracaso colectivo. Habla de la misoginia que se puede estar larvando en edades prepúberes, de la sexualidad cada vez más precoz e inspirada por el porno, de la confusión que todo eso genera en los menores, que sin embargo parecen ser los únicos capaces de navegar en ese caos incomprensible para los adultos. Antes la amoralidad parecía patrimonio exclusivo de estos, pero Adolescencia nos dice que los niños tienen la suya propia. La menor edad les libra de la cárcel, pero no de la crueldad ni del mal. Habla la serie de la etiqueta «incel», una que parece un estigma de por vida, un sambenito para los perdedores de esa implacable competición infantil que escapa a los ojos de los mayores. Habla de la derrota de muchas de las políticas educativas que los gobiernos de occidente han puesto en marcha desde el final de la IIGM. Del triunfo del «niño rey» sobre sus progenitores, del monstruo creado por las teorías del Dr. Spock y los pedagogos buenistas, hoy fuera de control. Habla de los códigos que los padres de nuestro tiempo -ya sea el protagonista, magníficamente interpretado por Stephen Graham, o el inspector de policía, cuyo hijo, estudiante en el mismo colegio que Jamie, le da las claves de todo el asunto- desconocen por completo, un lenguaje que les es totalmente ajeno. La crueldad irrefrenable de las redes sociales se refleja en la vida real y no al revés, mientras nuestros niños, que creemos protegidos en su habitación, viven en realidad en una isla como la de El señor de las moscas, un lugar tan imaginario como auténtico, para el que los adultos no tienen mapa ni clave de acceso. Esta serie exagerada pero efectiva es una llamada de atención en plano-secuencia, una colleja a una sociedad que se ha esclavizado a sí misma fruto de la tecnología, presa de una vanidad y un individualismo que la ha enajenado de todo lo que sucede fuera de su caverna. Una sociedad adolescente como sus hijos, atenazada por las dudas e incapaz de imaginar su propio porvenir, pues el sueño de la razón produce monstruos.
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Source: Informacion

Dolores Johnson is a voice of reason at “Social Bites”. As an opinion writer, she provides her readers with insightful commentary on the most pressing issues of the day. With her well-informed perspectives and clear writing style, Dolores helps readers navigate the complex world of news and politics, providing a balanced and thoughtful view on the most important topics of the moment.