Nos pide el profesor de pilates antes de encomendarnos a posturas inviables que nos concentremos en la propiocepción. Como el mindfulness, pero en la lengua de Cervantes. Solo que en vez de estar pendientes de lo que ocurre alrededor, lo hagamos por dentro. Respirar sintiendo la respiración en la boca del estómago, en las costillas, en la garganta… Y dejemos lo de los pensamientos para después. Chupado, me digo yo mientras inspiro y expiro profundamente, hasta que veo que me ha tocado enfrente una señora con la espalda preciosa. Preciosa. No grande. Ni dura. Lo que me flipan son esas espaldas que al moverse dibujan cantidad de pequeños montículos. Que tenemos montones de músculos en la espalda y sabría nombrar el trapecio, los dorsales y poco más.
Me acuerdo de una escena en Tacones Lejanos donde Marisa Paredes interpreta a Becky del Páramo. Con guantes largos rojos y un vestido verde que le deja toda la espalda descubierta. En un momento dado, la cámara está tras ella y la vemos abrir los brazos en cruz con el público aplaudiendo. Esa espalda perfecta se agacha para dejar un beso de rojo carmín en el suelo del escenario. Y canta: «Si tienes un hondo penar, piensa en mí. Si tienes ganas de llorar, piensa en mí».
Venga, va, Pilar, céntrate: estómago, costillas, garganta… Hasta que caigo en la cuenta de que, más que de Luz Casal, soy de Serrat y en cuanto busco «mirando al cielo, inspiración, me quedo ‘colgá’ en las alturas». Pero vuelvo a inspirar, todavía más fuerte para compensar el despiste, y al cerrar los ojos para no volver a caer en la tentación me acuerdo de las manos de mi ex. No el primero, ni el segundo, sino el otro. Porque después de divorciarme, ¡dos veces! Resultó que aún me quedaba otra mejilla y sí, reincidí. Cohabité. Pero a lo que íbamos; así como del primero al segundo cambié un canalla por un buen tipo, ahora el relevo fue de un futbolista a un músico de jazz. Porque el amor para toda la vida a saber cómo va –a las pruebas me remito–, pero las relaciones deben ser un compendio de ensayo-error. O al menos yo, caramba, me he equivocado mucho. Aunque no tanto como para caer en las indicaciones de Sabina de «antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti». No, distintos, los míos muy distintos, me congratulo a mí misma mientras miro de reojo al resto de la clase para ver por qué postura van. Vamos. Y me reincorporo y aquí no ha pasado nada. Seguro que el profesor ni lo ha visto.
Llegaba a casa del trabajo y ahí estaba, ÉL, tocando a saber qué a la guitarra hasta que al verme cambiaba al «Por un beso de la flaca yo daría lo que fuera, por un beso de ella, aunque solo uno fuera». Supongo que la cosa se acabó el día que dejó de parecerme hipnótico observar el milagro de aquellas manos perfectas dibujando infinidad de montículos que se movían al son de la música. ¡No! ¡Que creaban la música! Me abrazaba al dormir y sus dedos seguían marcando escalas y arpegios. Supongo que la cosa se acabó el día que dejó de sentir que mi cuerpo era un mástil de guitarra. Le pregunté alguna vez qué canción tocaba de noche, pero los músicos como los simples mortales no recuerdan los sueños. Son una especie superior, los músicos. Nosotros relegados a, como mucho, hablar en sueños y ahí siguen ellos, con la música a todas partes. ¡Como para practicar propiocepción, un músico! Me digo, y caigo en que han cambiado de ejercicio. Suerte que estoy atenta y lo he visto.
Cómo sería la cosa de sus manos que de tanto en tanto venía a casa una quiromasajista a darle masajes solo y nada más que en los antebrazos y en las manos. Caigo en que quizá fuera lo único que no se masajeaba el futbolista que me decía señalando con el dedo: «Esa casa la he pagado yo», cada vez que le acompañaba a la casa de su masajista. Me quedaba ojeando revistas con cuerpos perfectos mientras ÉL –el anterior ÉL– se quedaba en pelotas sobre una camilla. ¡Eso sí que es propiocepción! A uno le dan un masaje y se olvida de todo, solo goza, pienso rápidamente hasta que me despierta la visión de una clase entera cambiando de postura. Si lo he visto no cuenta como despiste, ¿a qué no?
Tendinitis por escribir. Esa ha sido mi lesión más común. ¡Qué poco glamur! ¡Qué aburrimiento! Y eso que el músculo que más me echa humo –a las pruebas me remito–, es el cerebro. Y no es hablar, se lo juro, es que todo, todo el tiempo… estoy escribiendo. Y pienso que si reconocerlo no es propiocepción no sé qué más puede serlo. ¡Y les dejo ya! Veo que los demás están saliendo.
«Busqué, mirando al cielo, inspiración y me quedé ‘colgao’ en las alturas. Por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura. Miré por la ventana y me fugué con una niña que iba en bicicleta. Me distrajo un vecino que también no hacia más que rascarse la cabeza. No hago otra cosa que pensar en ti, nada me gusta más que hacer canciones pero hoy las musas han ‘pasao’ de mí. Andarán de vacaciones».
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Source: Informacion

Dolores Johnson is a voice of reason at “Social Bites”. As an opinion writer, she provides her readers with insightful commentary on the most pressing issues of the day. With her well-informed perspectives and clear writing style, Dolores helps readers navigate the complex world of news and politics, providing a balanced and thoughtful view on the most important topics of the moment.