Me quedo pasmada viendo al presidente de Valencia irse a un hotelazo de Madrid para lamentar la cacería política de que está siendo objeto. El ninot del PP, indultado de momento, huye de las Fallas y encuentra un público que le escucha con empatía, empezando por el alcalde de la capital, José Luis Martínez Almeida. Del selecto auditorio no forma parte su propio jefe, Alberto Núñez Feijóo, que prefiere estar en cualquier parte a que le vean en compañía de ese cadáver político que es Carlos Mazón. Un muerto que está muy vivo, que come en El Ventorro y desayuna con empresarios que no le contratarían ni de botones vista su gestión, y que cobra un sueldo público a fin de mes. No como los 228 conciudadanos que mató la dana y que no tuvieron la oportunidad de ponerse a salvo por la cerril incompetencia de la Generalitat que dirigía. Y aún dirige, aunque cueste creerlo. Me imagino a la madre de los dos niños de 3 y 5 años que se llevó la aguada junto a su padre, y cuyos cuerpos aparecieron semanas después a kilómetros de su hogar devastado. Qué debe pensar esa mujer cuando escucha a Mazón autodenominarse un «daño colateral» del desastre natural que acrecentó su inexplicable desidia. Inexplicada, además, en sede parlamentaria porque Mazón solo habla en foros económicos madrileños y quién sabe si firma algún contrato de paso, ya que está. Mantiene un perfil bajo en su tierra para evitarse roces desagradables con los ciudadanos, no vaya a mancharse de barro. Quiere dar pena. Dice que no es «una víctima», sino un «daño colateral», que viene a significar lo mismo. Está a dos cubatas de pedir una indemnización a la compañía de seguros. El foco sobre su persona, y no sobre las 228 almas perdidas. Se presenta como un mártir político. Un santo «barón» de la derecha desnortada que no le amortiza por puro cálculo electoral.