En 1933 Franklin Delano Roosevelt fue pionero al usar el concepto de los 100 primeros días como baremo de efectividad del presidente de Estados Unidos. En la estela de la Gran Depresión, el demócrata llegaba al poder como un líder de “acción”, con una ambiciosa agenda y una avalancha legislativa con la que reparó instituciones y edificó el New Deal, con programas que expandieron la idea del Gobierno y sentaron las bases del Estado del bienestar.
Ha hecho falta casi un siglo para vivir otro arranque de mandato que haya equiparado aquel nivel de revolución y de potencial transformación. Pero los cambios ya realizados y potenciales y los 100 primeros días de la segunda presidencia de Donald Trump no podían estar más en las antípodas de los de Roosevelt.
La del republicano es una revolución personalista, no institucional, que se produce con una hiperactividad abrumadora, con una expansión inédita de la interpretación del poder ejecutivo y un motor también sin parangón de venganza personal.
A diferencia de Roosevelt, Trump actúa sin el Congreso y de hecho está usurpando sin resistencia de los republicanos muchos de los poderes que corresponden al legislativo. Hasta ahora ha demolido y restado más que creado y sumado, ya sea programas, agencias o puestos de trabajo públicos, con ayuda de Elon Musk, o derechos y normas en un asalto al sistema constitucionaltambién sin precedentes. Y a golpe de orden ejecutiva (van 139, frente a solo cinco piezas de legislación firmadas) sacude los cimientos del sistema estadounidense y también del global.
En las últimas semanas, han empezado a aflorar caos e incompetencia que ponen en duda que sus cambios vayan a poder asentarse. Varias encuestas de los últimos días confirman que, con sus excesos y extralimitaciones, está haciendo que se debilite su apoyo entre los ciudadanos y ve erosionarse la aprobación incluso en lo que habían sido dos de sus pilares, inmigración y economía, e incluso entre republicanos.
Pero Trump ya ha asestado profundos golpes de efectos duraderos y trascendentales. Eso incluye arrollar los famosos ‘checks and balances’, el sistema de controles y equilibrios del que en 2017 se quejaba como “muy duro, arcaico y realmente malo para el país”. Incluye un brutal asalto al Estado de derecho y mazazos a la imagen de EEUU como un país creíble, estable y seguro, ya sea para los derechos, para la economía o para las alianzas internacionales.
Inmigración, expulsiones y disenso
Su gestión de la frontera, donde sí ha logrado reducir los cruces ilegales a mínimos históricos, aún le mantiene a flote en los sondeos. Sin embargo, ha desaprovechado el respaldo que tenía su promesa de realizar una masiva operación de deportación, una meta que aún está lejos de cumplir, pese a lo que se esfuerza en transmitir su propaganda.
El caso de Kilmar Abrego García ha alimentado el rechazo de una aplastante mayoría al envío de migrantes a El Salvador con expulsiones ilegales en las que no se respeta el debido proceso. Además, ese caso está en el centro de un desafío de la Administración de Trump a una orden del Tribunal Supremo, un reto a la rama judicial que él se empeña en negar pero es real y que, junto a otros pulsos a tribunales, donde en 100 días sus acciones han acumulado 209 demandas, tiene disparadas todas las alertas sobre una crisis constitucional y genera rechazo mayoritario entre los estadounidenses.
Para Trump no hay límites aparentes en esa expansión de autoridad de legalidad más que dudosa. Al recibir hace un par de semanas a Nayib Bukele en la Casa Blanca, las cámaras le pillaron diciendo al presidente salvadoreño que necesitará crear más cárceles como el polémico Centro de Internamiento de Terrorismo donde acaban los migrantes expulsados de EEUU porque su intención es enviar también al exterior a criminales “locales”, ciudadanos estadounidenses. Y aunque luego el presidente ha estado tratando de rebajar la gravedad de sus afirmaciones asegurando que de momento están estudiando si la ley se lo permite, la jurisprudencia hasta ahora no ha sido freno para él.
Se la ha saltado, por ejemplo, en las detenciones de personas que simplemente han ejercitado libertad de expresión para protestar, de momento contra Israel, aunque las advertencias ya están lanzadas contra ideas “antiamericanas” que pongan en peligro la seguridad nacional o la política exterior o que no concuerden con “la agenda del presidente”, la misma idea con la que se purga a funcionarios. Y ha dejado arrestos como los de los universitarios Mahmoud Khalil o Rumeysa Ozturk con escalofriantes detenciones por agentes no identificados capturadas en vídeo que desatan fantasmas de regímenes autoritarios y dictaduras. Casi un tercio de los estadounidenses, y hasta el 40% de republicanos según una encuesta de ‘The New York Times’ y Siena College, creen que Trump no debería poder deportar a personas que están legalmente en EEUU.
El enfrentamiento sobre la libertad de expresión, combinado con la cruzada en guerras culturales y contra programas de diversidad racial e igualdad de género, late también en el enfrentamiento de Trump con universidades y empresas. Y aunque muchos campus y corporaciones se han plegado a la presión, la veda de la resistencia se ha abierto cuando Harvard ha decidido plantar cara.
Inversores y bolsas, la más efectiva oposición
La congelación de fondos a las universidades o los recortes a determinados programas de ciencia e investigación amenazan el potencial de EEUU para mantenerse como un líder global. Pero el mayor exponente de la capacidad de Trump para autoinfligirse golpes en este arranque de mandato, en cualquier caso, se ha encontrado en la economía.
La guerra comercial que ha abierto es una apuesta de alto riesgo que sacude el sistema global y replantea alianzas históricas. Es también un órdago lanzado a China sin haber pensado que el otro gigante tiene cartas para jugar una partida donde EEUU tiene mucho que perder. Y de momento pierde.
La mayoría de ciudadanos rechazan su estrategia y ven con pavor el potencial impacto en la economía real, en su bolsillo, en la inflación. Hay economistas, observadores, empresarios e inversores que hablan o avisan de debacle. De unas previsiones positivas para 2025 se ha pasado a barajar la posibilidad de una recesión. Y ya las realidades de las bolsas o del mercado de la deuda, de momento su oposición más efectiva (aunque no única), han forzado a Trump a cambiar el paso en este camino que recorre de forma errática y dando bandazos, disparando ansiedad, volatilidad e incertidumbre, elementos que no son los ideales para seguir siendo la referencia global.
Un país transformado
El historiador Thomas Zimmer, profesor en Georgetown, ha escrito en su newsletter, ‘Democracy Americana’, que “el despotismo está al alza en EEUU“. Como otros, considera una pérdida de tiempo discutir si EEUU está ya o no en una plena crisis constitucional. Y es la misma idea que se leía en un artículo de ‘The Atlantic’: “Mientras la gente debate si es autoritarismo o fascismo, Trump está tomando el control de una agencia independiente tras otra“.
“Ya antes de que el Gobierno de Trump decidiera ignorar una orden unánime del Supremo EEUU había entrado en lo que los politólogos llaman ‘autoritarismo competitivo‘, un espacio entre un sistema democrático que funciona y una autocracia plena“, ha escrito Zimmer. Y aunque ha asegurado que “el país no está destinado a acabar como una dictadura“, en unas declaraciones a ‘The Washington Post’ instaba también a “recalibrar expectativas”. “‘No van a ir tan lejos’ se ha demostrado equivocado una y otra vez. La idea de que ‘no podrán hacer eso’ tampoco parece tener base”, dijo Zimmer. “Descartemos cualquier noción de ‘no puede pasar aquí‘”.
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Source: Informacion

James Sean is a writer for “Social Bites”. He covers a wide range of topics, bringing the latest news and developments to his readers. With a keen sense of what’s important and a passion for writing, James delivers unique and insightful articles that keep his readers informed and engaged.