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Corren tiempos difíciles y ese refrán popular de «el tiempo es oro» toma especial relevancia para la mayoría, porque se traduce en una carrera frenética por hacer cuantas más cosas mejor para intentar equilibrar la economía familiar y soportar las repercusiones de la inflación, la vivienda, los impuestos y un sinfín de gastos en cadena.

De aquí se desprende que nuestra dedicación temporal al ámbito familiar se reduzca a pequeños a ratos perdidos o simplemente a los exiguos fines de semana, recortando las aficiones solitarias o no compartidas por el resto de los miembros del hogar.

Nos pasamos gran parte de nuestra vida defendiendo la familia e intentando que nuestros hijos crezcan en un ambiente adecuado, formando sus actitudes, sus valores y todo aquello que consideramos primordial para la edad adulta.

Alentamos la convivencia y pretendemos que lleguen a ser coherentes y respetuosos con los mayores, pero quizás nuestra sabia sociedad se encarga de que algunas de estas cuestiones se estanquen en uno de los puntos más álgidos de la existencia del hombre, es decir, en su vejez.

Urdimos un complicado sistema de redes sociales que nos permiten conseguir, en la mayoría de los casos y mientras se tiene juventud, los apoyos suficientes para poder afrontar con entereza cualquiera de las eventualidades que nos depare el destino, desde una enfermedad hasta un descalabro económico, pero fallamos en algo tan esencial como es el de preparar el camino hacia una vejez de calidad en compañía.

El procedimiento y todo el sistema explosiona en cuanto se enfrenta al mundo de los ancianos porque no está preparado para soportar tanta presión o, dicho de otra forma, no se sabe qué hacer con los mayores.

Nuestras tradiciones están lo suficientemente arraigadas como para coaccionar el corazón familiar y forzar al máximo una evidencia: que tenemos que hacernos cargo de los que han conseguido llegar a la vejez, aunque esta evidencia se trunque en demasiadas ocasiones.

Donde el sistema se quiebra, es cuando el anciano está postrado en la cama de un hospital achacado de una enfermedad con escasas expectativas de una recuperación rápida. Los familiares suelen recurrir a la contratación de personas ajenas a la familia para que se ocupen de «atender» las necesidades del abuelo.

Lo más problemático llega con el alta hospitalaria, que obliga a buscar un lugar para atenderlo. La situación llega a ser crítica para una persona mayor que depende por completo de la familia, a la que la sociedad ya no necesita y que se encuentra a la espera de su destino final.

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Sigue habiendo cosas en la vida que no son comprables ni contratables y que pasan inexorablemente por el filtro de lo que en demasiadas ocasiones tildamos de ñoño, el cariño de aquellos que han dado y esperan recibir, aunque solamente sea, eso, compañía.

Source: Informacion

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