In constant alert

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Ahora, que muchos estamos de vacaciones, que podríamos relajarnos y desconectar de este mundo hostil, van y aparecen las noticias sobre la temida carabela portuguesa. Que la han visto en tal o cual costa, que se han cerrado playas por su presencia y que su picadura puede ser letal. No niego su peligrosidad, pero tampoco niego que, tras leer y escuchar todos sus riesgos, comienzo a percibir que ir a la playa con mi sombrilla es deporte extremo.

Jamás pensé que alertaría a mi entorno con un: “¡Tened cuidado con las avispas asiáticas!”. Aunque, ¿cómo no hacerlo cuando te enteras de que son una mezcla de insecto y diablo de Tasmania? Por obra y gracia de algún algoritmo descontrolado, he recibido decenas de historias sobre personas al borde de la muerte por un ataque de este bichejo depredador. Información suficiente como para sufrir una crisis relacional con la naturaleza. Otro punto más para el estado de alerta.

Vale la pena reflexionar sobre la cantidad de amenazas que recibimos diariamente. Muchas de ellas, a pesar de ser reales pero improbables, hacen mella y afectan a nuestro bienestar. Parece que no son suficientes las presiones internas, como pagar la hipoteca o mantener una buena salud, y tampoco los condicionantes externos, como las guerras aquí y allí o el problema del acceso a la vivienda. Ahora también proliferan esas noticias anecdóticas e intimidatorias, que son una piedra en el zapato de nuestra serenidad. Carabela portuguesa, avispa asiática y picaduras de garrapatas (seres repugnantes donde los haya, por cierto). Alguien sugería el otro día en la radio que intentásemos no ir por el campo entre los meses de abril y septiembre. Antes de la reclusión, podríamos optar por la precaución y todos tan panchos. O eso creo yo.

Me cruzo con una vecina octogenaria de mi calle a las siete de la mañana. Ella se despereza al aire libre y yo me voy a trabajar. Con una humedad del 80%, pasea con mascarilla puesta y las gafas empañadas. Me cuenta que sus hijos la obligan a protegerse por la alta incidencia de Covid. “Los constipados clásicos han desaparecido, ahora sólo hay coronavirus”, me informa. “Debo caminar a primera hora porque los golpes de calor se ceban con los mayores”, y me dice que, tras su paseo, se recluye y no vuelve a salir de su casa. Vivir con miedo constante es vivir muy mal.

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Arrancamos las vacaciones y ya hemos leído sobre la depresión postvacacional, el incremento de los divorcios y los problemas relacionales que surgen entre amigos o familia durante las semanas, eternas para algunos, de descanso. La madre más responsable del grupo de madres del colegio ya me ha enviado un artículo con recomendaciones para que nuestros hijos no comiencen el curso siendo unos desgraciados. La importancia de mantener horarios racionales, la necesidad de hacer refuerzo académico, de que practiquen deportes acuáticos o la recomendación de que vayan a algún internado a reciclar su inglés. Borro los consejos nada más leerlos, pero ya han cumplido su función de incomodar. Y yo, que siempre he sido una defensora de que no hacer nada está infravalorado, miro a mis hijos dormitar felices en el sofá y me pregunto si estaré haciéndolo bien. La alerta permanente es la invitada no deseada.

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