Pekín y Nueva Delhi padecieron durante años la bruma grisácea que difuminaba los contornos y acuñaron etiquetas como airpocalipsis o cámara de gas. Ahora Delhi está sola. Entender el éxito de una y el fracaso de otra exige alejarse de los dogmas bienpensantes: carece de rival en asuntos de gestión una dictadura tan bien engrasada como la china y no hay conciencia medioambiental en la pobreza.
Las dos potencias asiáticas comparten la raíz del problema. Los velocísimos procesos de industrialización y urbanización en sociedades con una secular raíz agraria dejaron una calamidad medioambiental. China alcanzó su pico en la década pasada tras varias de desarrollo alocado. Contaba con el 75 % de las ciudades en la clasificación de las cien más contaminadas del mundo y su adicción al carbón amenazaba la lucha global contra el cambio climático.
India llegó con retraso pero similar ímpetu. Aquella clasificación tiene ahora 65 ciudades indias, por sólo 16 chinas, y Nueva Delhi suma un lustro en el primer puesto. La contaminación en China cayó un 42,3 % entre 2013 y 2021, según el Instituto de Políticas Energéticas de la Universidad de Chicago, que identificó el brío chino como la única causa del pequeño recorte en los niveles globales. La ONU ha hablado del “milagro de Pekín” y brindado su ejemplo al mundo en desarrollo. “Ninguna otra ciudad o región en el planeta ha alcanzado ese recorte”, decía un informe de 2019.
Ningún factor contribuyó más a ese epatante resultado que el amplísimo margen de mejora. En aquellos años de plomo, los cielos dictaban la vida. Los pequineses consultaban los niveles de contaminación en el móvil al despertarse y decidían si bici o taxi, si gimnasio o sofá, si oficina o casa… Y no era raro que se protegieran durante días en sus viviendas con los purificadores a todo trapo. Tiene deberes pendientes (está más contaminada que cualquier ciudad estadounidense) pero los cielos azules ya no son aquella rareza que fotografiaban extasiados los pequineses.
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Conciencia progresiva
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La conciencia medioambiental en China fue progresiva. Los ecologistas eran mirados con interés antropológico dos décadas atrás y en las fábricas humeantes veían el progreso. La pujante clase media, en cuanto tuvo sus necesidades básicas cubiertas, no reclamó las libertades que Occidente presagiaba, sino un ecosistema menos hostil. El Gobierno declaró la guerra a la contaminación en 2014, aprobó una batería de medidas para arreglar el desaguisado y multiplicó los fondos: de 430 millones de dólares en 2013 a 2.600 millones en 2017.
El giro de China hacia las energías verdes es tan rotundo que genera roces con Estados Unidos y Europa por inundarlas de coches eléctricos y paneles solares. El nuevo paradigma se filtró hasta los niveles más bajos de gestión y los funcionarios, examinados antes sólo por el PIB, empezaron a rendir cuentas por sus progresos ecológicos. Hebei, la provincia que abraza Pekín, fue sacrificada en nombre del bien común. Miles de fábricas de acero y carbón cerraron y millones de trabajadores fueron al paro. El jefe provincial del Partido recordó los sufrimientos de Hebei en una intervención parlamentaria que no alcanzó ni el nivel de queja.
India aprobó en 2019 el Programa de Aire Limpio con el fin de reducir las partículas contaminantes un 40 % en 2025. Nadie confía en ello pero su logro no es despreciable. Ha detenido la curva ascendente o, en otras palabras, congelado el desastre. Rebajarlo parece quimérico. Está muy lejana la cota de desarrollo que en China selló el compromiso de población y Gobierno. Las encuestas revelan que la contaminación no es una de las principales inquietudes de los indios, a pesar de que varios estudios señalan que mata cada año a más de dos millones, y el Gobierno no se ve presionado ni tiene el vigor necesario.
Políticas similares
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Sus políticas son similares a las chinas. Ha cerrado la industria pesada o la ha alejado de las ciudades, expulsado los vehículos más contaminantes de las carreteras, promovido el transporte público y establecido puntos de monitorización aérea. Ocurre que a muchos proyectos les faltan los fondos para que trasciendan del papel. Otras veces, las estrategias son erróneas. Y después están las paralizantes peleas que impiden la unidad china. En el guirigay de la democracia india es complicado alinear a las administraciones central, provincial y local incluso en las cuestiones más urgentes. El medioambiente integra el arsenal político.
El primer ministro, Narendra Modi, ha acusado a los gobernantes de Nueva Delhi de “pasivos e insensibles”. El partido Aam Aadmi, al cargo de la capital y opositor en el Parlamento nacional, ha denunciado la falta de fondos suministrados por el Ejecutivo nacional. La pelea se ha extendido a los estados vecinos del Punjab y Haryana, donde los agricultores queman los rastrojos para dejar el terreno listo a la siembra del trigo tras el arroz. La práctica, tan prohibida como ubicua, genera la cuarta parte de la contaminación de Nueva Delhi. Modi ha culpado a los que ahí gobiernan de arruinar sus esfuerzos. Las refriegas han descompuesto al Tribunal Supremo, la institución más respetada. “No podemos tener una batalla política cada vez, se nos ha acabado la paciencia en este asunto”, abroncó recientemente su magistrado
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Tiene Pekín la voluntad, una hoja de ruta y la fuerza para implementarla. Los petardos y fuegos artificiales resumen la brecha. Con ellos reciben los chinos el Año Nuevo y los indios celebran el Festival de Diwali. Pekín los prohibió años atrás por cuestiones medioambientales y en la capital, que antes parecía el cerco de Sarajevo, nunca se ha vuelto a escuchar uno. Lo hizo después Delhi y siguen tronando.
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Source: Informacion
James Sean is a writer for “Social Bites”. He covers a wide range of topics, bringing the latest news and developments to his readers. With a keen sense of what’s important and a passion for writing, James delivers unique and insightful articles that keep his readers informed and engaged.